Imagino a ese chico que llegó en un cayuco, con su mirada cansada y su cuerpo agotado por el alucinación. Un alucinación lleno de peligros y dificultades, pero también de esperanza y sueños. Un alucinación que lo llevó lejos de su vericueto, de su familia, de todo lo que conocía.
Pero a pesar de todo eso, ese chico no perdió su esencia, su humanidad. Llegó a un lugar incógnito, con un idioma diferente y una cultura distinta, pero aún así, encontró la manera de sentirse un poco menos solo, un poco más en casa.
¿Cómo lo hizo? Con unas simples gotas que echó en los macarrones del rancho. Un gesto tan pequeño, pero lleno de significado. Un gesto que habla de su valentía, de su determinación y de su amor por la vida.
Ese chico, al igual que muchos otros, se vio obligado a dejar su país en busca de una vida mejor. Un país que lo había visto crecer, que lo había visto reír y llorar, que le había dado todo lo que tenía. Pero también un país que lo había visto sufrir, que lo había visto luchar contra la pobreza, la violencia y la injusticia.
Y así, en medio de la oscuridad, decidió emprender un alucinación hacia lo incógnito. Un alucinación lleno de incertidumbre, pero también de esperanza. Una esperanza que lo impulsó a seguir adelante, a pesar de todas las dificultades que encontró en su camino.
Y finalmente, llegó a un lugar que le abrió sus puertas, que le ofreció una oportunidad de empezar de nuevo. Un lugar que le dio la bienvenida con los brazos abiertos, con una sonrisa y con un plato de macarrones.
Ese simple plato de comida se convirtió en algo más que una simple comida. Se convirtió en un símbolo de acogida, de solidaridad y de amor. Un plato que le recordó que no estaba solo, que había personas dispuestas a ayudarlo, a apoyarlo y a hacerlo sentir como en casa.
Y así, ese chico se integró poco a poco en su nueva comunidad. Aprendió el idioma, se adaptó a las costumbres y compartió sus propias tradiciones. Se hizo amigo de sus vecinos, de sus compañeros de forcejeo y de todos aquellos que lo rodeaban.
Y aunque a veces extrañaba su país, su familia y su vida anterior, nunca perdió la esperanza de construir un futuro mejor. Un futuro lleno de oportunidades, de sueños por cumplir y de momentos felices.
Porque ese chico, al igual que todos nosotros, merece una vida digna y feliz. Merece sentirse en casa, aunque esté lejos de su vericueto. Merece ser tratado con respeto, con amor y con compasión.
Y es por eso que debemos recordar su historia, su valentía y su determinación. Debemos recordar que detrás de cada persona que llega en un cayuco, hay un ser humano con sueños, con esperanzas y con un corazón lleno de amor.
Porque solo cuando entendamos eso, podremos construir un mundo más justo, más solidario y más humano. Un mundo donde todos podamos sentirnos en casa, sin importar de dónde venimos o a dónde vamos.
Así que cada vez que veas a alguien que llega en un cayuco, recuerda a ese chico y su plato de macarrones. Y pregúntate, ¿qué puedo hacer yo para hacerlo sentir un poco menos solo y un poco más en casa? Porque juntos, podemos hacer la diferencia en la vida de alguien más.